viernes, 8 de agosto de 2014

El asedio



Arturo Pérez-Reverte
El Asedio
Ed. Alfaguara, 2010

Con esta novela empiezo la cuenta atrás de los libros leídos esta mitad de año. Comienzo por el último leído para no olvidarme nada y terminaré con el primero, todo al revés, como debe ser.

Leo en los periódicos que a este último trabajo de Arturo Pérez-Reverte le ha caído el premio Internacional Dragger a la mejor novela policíaca traducida y publicada en el Reino Unido. No soy quién para enmendar la plana al jurado de la CWA (Crime Writers' Association), pero la trama criminal del libro no es precisamente la que más me ha interesado. ¿Por qué? Por esos toques mágicos que Pérez-Reverte suele usar para dar lustre e interés a los aspectos de intriga de sus libros. En este caso apoyándose en erróneas hipótesis de geniales autores como Descartes o Euler, aún no falseadas en la época en la que se desarrolla la trama, comienzos del siglo XIX, el autor hace que tanto el asesino y como el investigador, sean capaces de sentir en ciertas zonas de la ciudad de Cádiz y en ciertas condiciones atmosféricas, una especie de revelación paranormal, ausencia de sonidos, enrarecimiento del aire, que sólo ellos dos pueden percibir.
Esto no impide que el personaje central de esta media parte de la novela, el comisario Rogelio Tizón, sea de los mejores logrados de la novela: su mezquindad, su falta de escrúpulos, su crueldad, su saber nadar y guardar la ropa, su pericia y prurito profesional, sus demonios interiores y sus fantasmas familiares son tremendamente humanos, cercanos, reconocibles por cualquiera y por todos. Un personaje complejo, con múltiples facetas, muchas desagradables, otras pocas atractivas, nunca totalmente infame, jamas pusilánime ni santurrón. A pesar del diseño de la portada del libro con esa silueta negra recortada con reminiscencias a brumosos y oscuros callejones londinenses, a pesar de contar como guía en todos los temas científicos a su particular Dr. Watson, el profesor Barrull, que cuando no le está desgranando libros científicos y filosóficos le machaca sin piedad al ajedrez en el café Correo, a pesar de todo eso no podía imaginarme a Tizón como un protagonista de una historia de Conan Doyle o incluso de Poe. No, a quien no paraba de recordarme una y otra vez es a Bill el Carnicero, ese brutal personaje interpretado por Daniel Day Lewis en la película estupenda Gangs of New York de Martin Scorsese.
La otra mitad del libro, la de Cádiz, la del asedio francés, la de las Cortes liberales, la del mar y los barcos, sí que me ha encantado. Es en esta parte de la obra, la de novela histórica, donde Pérez-Reverte demuestra toda su maestría, hilvanando sin que se noten miles de datos históricos sobre vestimentas y costumbres, locales, arquitectura, artillería y navegación, que envuelven a los numerosos personajes que pueblan su novela y les crea un entorno físico y temporal completamente plausible, natural y espontáneo donde moverse y convivir. Es como los grandes directores artísticos de cine que son capaces de recrear en un estudio un barrio de Nueva York de mitad del siglo XIX sin que los espectadores nos demos cuenta del engaño. Por supuesto donde más en su salsa se encuentra es entre las maderas, telas y cabos de un barco a vela, ciñéndose al viento, saltando en la marejada, batiéndose a cañonazos que destrozan palos y cubiertas y si es contra los gabachos, miel sobre hojuelas. Y excusas no para de haber en todo el texto para recrearse tanto en uno como en el otro de sus vicios, la vela y dar caña a gabachos, y si se tercia también a los hijos de la pérfida Albión. Todo con mesura, en su justa medida y sin abusar. Esta mitad del libro tiene como eje narrativo tanto las desventuras del capitán francés Simón Desfosseux por conseguir salvar la distancia entre el fuerte de La Cabezuela y la Ciudad de Cádiz con alguno de sus morteros u obuses, y la relación amorosa entre Lolita Palma, una rica heredera de una firma comercial y Pepe Lobo, un capitán de barco metido a corsario del Rey a sueldo de Lolita Palma. Los dos personas serenas, sensatas, maduras, de mundos totalmente distintos a pesar de vivir en la misma ciudad, y aún así caen en ese viejo engaño llamado amor. Una historia que Pérez-Reverte teje magistralmente y que nos deja, como siempre, diálogos y párrafos soberbios sobre la naturaleza masculina y femenina:

- Entonces vamos a buscar mujeres.
- ¿Qué clase de mujeres, capitán? [contesta su oficial Ricardo Maraña]
- De las adecuadas a estas horas p 543

“De cerca [Pepe Lobo] percibe el aroma de [su] perfume, distinto al que suelen usar las mujeres de su edad. Éste es dulce y agradable, en todo caso. Fresco. Poco intenso. Bergamota, piensa absurdamente. Nunca olió la bergamota”. p 596

Sin embargo, Pérez-Reverte hace terminar la relación de la manera más desagradable posible: ella le engatusa con las armas de mujer de toda la vida, las que llevan usando desde que los humanos andamos por este mundo, y le convence egoístamente para que arriesgue su vida y la de sus tripulantes para salvar un navío de ella en una operación suicida. Le importa más la manera poco caballerosa que tuvo Pepe Lobo de terminar con un duelo, que la suerte que pueda correr su amado en esa arriesgada misión. Pepe Lobo se encomienda al diablo, zarpa en la noche, libera el navío en mitad de cañonazos, astillas y sangre y encuentra el destino que ha temido toda su vida, el destino que ha visto que les llegaba a todos los viejos marineros: pobreza y soledad. Un cañonazo le amputa una pierna y le marca la cara de un lado a otro y permanecerá toda su vida inválido, pidiendo limosna quizá por las callejuelas del puerto, sin hogar, sin esperanza... mientras ella sigue su displicente y rutinaria vida de sedas, despachos y tertulias.


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